18 jul 2020

Proporcionalidad


He decidido escribirte después de un largo silencio, año y medio. Lo sé, había prometido hacerlo con mas frecuencia, no tengo disculpa, pero has de saber que he estado ocupado en la estrepitosa censura que Jhon ha provocado, en un arrebato. La vida como siempre y es de esperar, dándonos sorpresas, como decían Rubén Blades y Willie Colón, exactamente. Ya estoy recibiendo los envites de la educación social ante las identidades sexuales. Omar del alma mía, vas a hombros de gigantescas personas, que descubrieron y diseñaron cosas maravillosas. Nuestro ego puede estar sobrevalorado. No somos gran cosa. Y no sé qué hacer cuando estos simios quieren hacer moral lo inmoral, e inmoral su viceversa, porque les conviene a sus necesidades personales, te dan ganas de vajarte del planeta, de parar el mundo dijo Mafalda. Y también dijo Carlos Castaneda lo de detener el mundo, aunque para otra cosa. Pero se podrá parar el mundo, detenerlo todo. Cesar en el empeño, un satory epifánico y quieto. Cada quien construye su paraíso. Inflamados de importancia personal moramos en el mismo planeta, mismo espacio tiempo.
Y la pandemia nos ha hecho pensar en muchas cosas, cada cual tuvo sus obsesiones, algunas mas o menos transitorias. La fragilidad de la vida. Yo en esto confieso haber pensado. La muerte macabra y máxinma señora de la vida. La que acecha y de repente, tú sin esperarlo, porque eres muy joven, o porque estás muy sano y ya eres muy mayor, pero conduces muy bien, pero de pronto el destino te alcanza. Dejas a tus hijas e hijos tirados en el río de la vida y te vas. Así, brutalmente te detienes, entre asombrado y acojonada a entregarlo todo, a morir. Así de cortarrollos. Sin calmantes. Pero por qué yo. No puedo aún irme porque no acabé no sé qué cosa. Dejas algún pendiente. Entonces valoras y piensas. Pero qué cojones me pasa, cuánto importé yo a nadie mas que a mí mismo? El concierto triste de esta época. Nadie puede tomar conciencia de que la importancia personal, esa creencia de valor que tenemos de nuestra propia persona, es imposible de desmontar, sin aprender antes el arte de la proporcionalidad. Qué valemos como individuos, y qué valemos como personas. Comprendiendo lo qué somos y lo qué es lo demás, lo que nos rodea. Es el mar social en el que nadamos, donde compartimos el poco mundo que ha descubierto la raza humana. Somos minúsculas entidades al servicio de una colectividad que nos ha contado cosas maravillosas y ocultas para los ojos, cuya matemática parece esotérica e inalcanzable. Estimar la proporción, comparar tamaños, y aceptar el resultado, sabiendo que no somos imprescindibles, nada mas que para nosotros mismos. Cuánto valemos contando a nuestra descendencia, biológica y cultural, la huella que dejamos en esta tierra. Sin prenderse fuego e instalarse en la derrota, y establecida esa proporcionalidad, ahora ser felices desde la insignificancia, porque compartimos algo muy grande.
Este pueblo no se merece a la derecha local, la que debería de recibir algún nombre que describiera esa manera distante, clasista y racista. Lo tenía todo. Era infame, porque era hipócrita, llamaba coreanas a las personas que venían de León, de Arija o de Andalucía. Eran de España, fingía despreciarlas pero les sacaba partido. No se les quería reconocer. Los otros no tenían un rostro propio eran como animales. Ni la nacionalidad, que es tan solidaria ayudó a la cercanía, eso de ser español, español, requería matices. La alta burguesía avilesina y las fuerzas del ultracatolicismo, con menos poder económico eso es cierto, pero con peor mala leche, hablaron mucho de esto. Aún se habla. Entonces como ahora ambas se atrincheraron en la riqueza. Esto es mío, y esto no se toca. Los maxilares armados con los caninos, se tensaron con la fuerza de aquellos músculos que aseguraron la carne de la presa. Se regodearon en sus fortunas personales, mientras mantenían un halo de exclusividad, discutiendo como los miembros de un selecto grupo de clase alta. Pero con el tiempo, relajan la guardia, y algo los distrae y entonces se les puede sorprender.
En Avilés con el tiempo dejaron hacer a las familias nuevas que llegaban, porque no les quedaba de otra. La pujanza de alguna de éstas, era públicamente notable era sabida por la sociedad en general. Las muestras de enriquecimiento no se escondían. Era un desfile de pavos reales. Pronto tomaron su cuota de poder las familias de los inmigrantes nacionales, los coreanos recién llegados a una ciudad desbordada por un crecimiento incontrolable. Toda aquella población quería vivir, trabajar y ser de Avilés. De sus necesidades, ropa, comida, casa, educación, ocio e impuestos se encargaba el trabajo. El trabajo era el mecanismo mediante el cual podíamos convertir nuestra fuerza, nuestra vida dedicada a las actividades productivas.
Los recién llegados a Avilés, eran el campo de las oportunidades para la clase media avilesina, y no dudaron en enriquecerse con la creciente población de coreanos que aterrizó trás de la promesa de trabajar en Ensidesa.
Mi vida fue larga, es imposible negarlo. Larga en experiencias, en querencias y en quebrantos. La historia de esta ciudad está marcada en mi pupila. Es la mirada de un niño que vió a la draga Pas navegando por la ría hasta su mitad y empezar a sacar cangilones de lodos, cucharadas de memoria orgánica depositada en los sedimentos de una ría que lo vió todo. Nuestra llegada, los primeros asentamientos. Y a Antonia. Atona llegó de Andalucía, enamorada perdida de su novio “frasquito”. Y Atona fue la primer palabra que yo dije cuando aprendí a hablar. Porque ella era la luz de mi infancia, mi alegría. Atona era de un país donde los hombres podían bailar y nadie los llamaba maricones, aunque entonces había pocas diferencias en la homofobia nacional.Allí en Andalucia, los hombres que bailaban no eran todos maricones, solamente algunos, como en todo en esta vida. La mirada de un muchacho que empezó a crecer entre las chimeneas y los negocios, no es reflexiva. Ahora sí, ahora veo que todo mi destino se enlazaba en torno a la actividad productiva. La panadería familiar, donde trabajaban mi padre, mis tíos, mi abuelo Gonzalo y a veces mi abuela Concha, incluso mi madre, Marí la candina. Aquella panadería se llamaba la Espiga y tenía la fama de ser la que mejor sabor lograba en el pan. Aquello cambió cuando varios panaderos se unieron y formaron una enorme panificadora llamada Panavisa y que producía muchísimo pan, luego quebró y mi madre trabajó en un pequeña tienda de barrio. En la que vendió además de pan, un poco de todo. Fue después de morir papa, acabé el último año de secundaria, entonces se llamaba Curso de Orientación Universitaria y empecé a trabajar porque estudiar no era posible con la pensión de viudadedad de mi madre. Cuándo mi padre murió, yo tenía 17 años. Cuando empecé a trabajar ya tenía 18 años, hice de todo, primero fuí auxiliar administrativo en una empresa de montajes y reparaciones industriales, fui vendedor de humo, de inversiones que se sujetaban con la bolsa mágica de las palabras vacías de contenido. Fuí joven, bailé toda la noche y amé con la misma intensidad, no escatimé esfuerzos para abrazar y ser amado. En esta ciudad, en sus discotecas, en sus bares de juventud, hurgando genitales y aventuras. Trabajé en un banco, y fuí previsible, pero el caos me detuvo y desaparecí una noche de besos, porros de hachis y alcohol de noventa grados. Lo previsible tenía poco misterio y yo empezaba a sospechar que además de esta realidad, existía otra aparte. Mi destino era extraño, tenía un recorrido sinuoso, empezaba a parecer él de un gatsby con pocas luces y mucho deseo de por medio. La pasión y mucha infancia y adolescencia reprimida, tenían que salir por alguna parte. El sexo fue un mundo de misterios, miserias y placeres y transformaciones. Pero algo pasó, que no sé si fue poco a poco o de repente, ya hace mucho que pasó. Pero el dinero dejó de atraerme, o esos excesos que había que desarrollar, me parecían insuficientes para comprometer mi alma en esa aventura. No hace falta una conseguir una pequeña fortuna para ser feliz, sólo hace falta ser consciente de la ínfima fortuna que poseemos. Con mas preguntas que certezas me encontré con México en 1979.
Aquella ciudad es Roma. La ciudad de México en el valle del Anahuac, posee una luz esplendorosa y radiante. Su luz atrajo a los aztecas, antes a los toltecas, luego a los españoles, a los franceses, a los norteamericanos. Cuando posas tu mirada en sus atmósferas ves la luz goteando en las nopaleras, pero al principio yo fui un viajero de ciudad. Sus colonias me acojieron por habitaciones y azoteas. Primero la Cuahutemoc, luego la Polanco, luego la Hipódromo Condesa, luego la Narvarte, y después Tepoztlan. Salí de la ciudad poco después del terremoto del 85. Nos pasó cerca, pero dejó cicatrices en otras colonías. Llevaba unos cinco años en la ciudad y había viajado por la república.

A pesar de que en 1979 Asturias ya tenía en el maíz la tercer explotación agrícola, nada con lo que ví allí. En las tierras empinadas de Milpa Alta, el maíz deslumbra desde las milpas mas hermosas que yo jamas había observado en Asturias.
Yo había nacido en otra ciudad tan diferente, la llamaban la Átenas del Cantábrico, ni más ni menos, así llamaban a mi ciudad. Una perdida de proporcionalidad enorme. Pero como siempre la mediocridad tuvo amplificador. Y sus exageraciones, sus pedanterías, que no eran mas que actos de vanidad y egolatría, poco a poco pasaron a la historia. Se documentaron, y ya se sabe que lo que se documenta no se olvida, y ante la ausencia de otras versiones, se consagró como el relato hegemónico patriarcal.

Proporcionalidad

3 oct 2015

- La lógica dicen que asesina las utopias, quizá su mayor enemigo. La lógica y sus cierres categoriales, se construyen sobre sus propias semanticas. No pueden abordar lo inombrable, y no me refiero a ningún ser heróico, primitivo u opaco. Lo innombrable es tan cercano y tan junto a nosotros, como lo es nuestra sangre. Tan cercano como que palpitamos programas genéticos, heredados de linajes desconocidos. Eso que vas a ...
- No es posible desmontar todo el sistema.
- Es nuestra capacidad de generar utopías.
- Es nuestra capacidad de convencer. Quien se cree nuestras utopías. Cada vez somos más, sí pero ellos son muchos más que nosotros. Estamos en minoría, en franca extinción.
- Enciende. Vamos a casa.
- Por dónde vamos?
- Por donde siempre.
- Espera cambia la ruta, vamos por la desviación.
- Hace siglos que no pasamos por ahí.
- Conduces tú, que estoy algo cansada. Llevo todo el día de teleconferencias y reuniones. No paré. Encima estuvimos preparando...
- Escucha esto que te preparé para el viaje a casa. Mira es un saxofonista, Dexter Gordon.
- Si está fumando y ahora va a tocar.
- Es como si un rockero de aquellos, saliera al escenario se diera un chute de heroíca y cocaina y luego dieran un concierto. ¿Cuántas veces habrá pasado eso realmente?
- No lo sé. No sé cuanto desconocemos.
- Hay poca luz.
- Es lo que tiene el mundo salvaje.
- ¿ Llamas mundo salvaje a esta zona, a seis kilómetros de la ciudad? Me refiero a que hay poca trnsparencia en los medios.
- Mundo salvaje es todo lo que no está controlado por la red.
- Si claro, como si la red no supiera dónde estamos a través de toda esta parafernalia que llevamos encima. A veces creo que estamos atrapados. Ayer estaba pensando que hace meses que no veo a mis amigas. Sólo nos mandamos mensajes. Me gusta.
- Qué le pasa a este trasto ahora. Mira ese indicador. ¿Frenos?
- No frena bien. Será mejor que intentes detenerlo en la curva.
- Que curva dices. Esto se está lnzando.
- Pon el freno de mano.
- La curva de los gitanos.
- El freno de mano ya está, pero vamos muy rápido.
- En la curva salte a la izquierda. Hay una entrada.
- Mira ahí.

12 jun 2015

Ni légolas
ni caguegolas
aquí mis güevos mandan
dijo un samélido
y su canto gélido
era que se buscaba
la vida desde los seis años
en la calle,
en la calle,
si, si
en la calle
en la puta calle
en la cochina calle
en la violenta y peligrosa
calle mexicana
donde los muertos son
y el que mata quita
y el que quita ahoga
estrangula el amanecer
de un evangelio
donde desconocidos
son mesías
de padres y madres
sin destino alumbran
un pueblo
pero yo soy paria
yo soy niño de la chingada calle
de la calle de mi raza
la calle de mi manada
no te confundas güey
no dije mamada
estoy en mi lugar
en el territorio 
en el lugar 
en él que soy el más chingón
tu tienes otras cosas
lo sé
también tas cabrón
pero qué quies
cada uno escoge su cadena.

rap al no se qué

No hay más sol
que la niebla de tus ojos
leviatán de la confusión
detrás de tu mirada
muro flamígero
que esconde
un frío y pausado vacío
y mirarte
es verme morir
y sin dejarte
quiero irme
y sin irme
quiero amarte
desearte
acompañarte
cultivarte cada noche estrellada
planta temprana
la de la tercera mirada
la subsanadora del sentido
la tremenda estremecedora
la señora del cerca y
el señor del junto
tus ojos y tu mirar
son mis mares
donde reposo
mi respirar profundo
mi herida mortal
la vida riendo
desde mis adentros
en imparable huída
a tierras de arcilla
amasando vida
con deleite
viviré en esta sonrisa
para siempre
lo sé.

21 abr 2015


LA SIRENITA VARADA

Cuando Cachito era pequeño se hizo amigo de una sirenita. Era una sirenita muy simpática y parlanchina que tenía la cola más brillante, larga hermosa que Cachito había visto nunca. Vino en una caja con algas y peces de colores, tenía de compañeros a una tortuga caribeña sonriente y un pez nemo de los corales travieso e inquieto. En la caja también había un peine para desenredar su larga cabellera. Cachito y la sirena pronto se hicieron inseparables. Se bañaban juntos y cuando la mano de Cachito cogía la de su amiga, la sirenita agitaba su cola y se movía veloz por el agua de la bañera dejando detrás una estela blanca de burbujas que relucían con los colores del arco iris. Dormían juntos, comían juntos y jugaban siempre que podían. Cuando Cachito tenía que ir a la escuela, entonces escondía a la sirena en su mochila y así esta lo acompañaba callada en la oscuridad. Al salir de la escuela volvían a estar juntos y a jugar. La sirena le hablaba en el idioma de las algas y las olas, y le contaba historias fantásticas sobre las playas de arena blanca que nadie había pisado nunca, sólo los piratas que enterraban allí sus tesoros, lejos de las miradas curiosas. También le cantaba las canciones que las sirenas entonan al atardecer, cuando el mar se tiñe de naranja y las caracolas, que guardan los sonidos de todos los mares del mundo, hacían los coros. Como en la bañera no había caracolas, entonces Cachito hacía el ruido de las olas e imitaba el viento soplando sobre los arrecifes, para que la sirena se sintiera como en el mar. Cachito y la sirena no se cansaban de estar juntos, ella contando cuentos del mar, historias de corsarios y de monstruos horribles que habitan en las profundidades. Crecieron juntos, pero los dos sabían que llegaría un día en que la sirena tendría que irse. Retrasaban el momento de despedirse y los dos intentaban olvidarse de la separación, pero la sirenita sabía que ese día se estaba acercando. Pero cuando intentaba decírselo a Cachito este la distraía con un nuevo juego, o le pedía que le contara un cuento y ella no lo quería contrariar.
- Sirenita, sirenita, cuéntame el cuento del pulpo gigante y de la ostra perezosa.
Y la sirenita lo complacía.
- Había una vez un gigantesco pulpo. Oscuro como una tormenta, cuyos tentáculos eran más largos que mi cola. Este pulpo malvado se comía todas las ostras del mar, porque tenía un truco infalible para engañarlas. Y por eso todos los habitantes del arrecife le temían. El pulpo era muy listo y descubrió que las ostras de aquel arrecife eran muy presumidas. Cuando alguien les tocaba la vanidad y les decía algo halagador. Como, “que bonita perla guardas en tu interior”, entonces ellas incapaces de contenerse se abrían. Como esto era sabido por el pulpo, se aprovechaba de la vanidad de las ostras para comérselas. Pero había una concha que no era como las demás. Todas las demás conchas la llamaban la perezosa, porque creían que aquella ostra era muy vaga, porque no se apresuraba a abrir su concha como las demás al escuchar un halago. Las demás ostras la criticaban, incluso en su presencia algunas la insultaban y la llamaban perezosa, pero ninguna sabía que en su interior la perla perezona guardaba la perla más perfecta de todas. Ella era reservada y discreta y no se sentía superior a ninguna otra, y esa era la hermosa perla que guardaba en su interior. No le gustaba enseñársela a los desconocidos. Las demás ostras se reían de ella y la despreciaban.
Cuentan que un día el pulpo estaba muy hambriento y al salir de su cueva se encontró con la ostra perezosa.
El pulpo tocó fuertemente con la cáscara y grito con su voz ronca de pulpo.
- Ábrete ostrita, que soy el cartero y te traigo un paquete. Pero la ostra que era muy, pero muy desconfiada. Le contestó desde adentro de su concha.
- Déjalo ahí afuera, que cuando me levante lo recogeré. Pero el pulpo no se rindió.
- Es un paquete muy valioso y tengo miedo de que lo roben, abre la concha y te lo entrego preciosa.
- ¿Cómo sabes que soy preciosa, si nunca me has visto?
- La fama de tu belleza corre por todo el arrecife. Abre ya ostra.
- Mejor ven más tarde que estoy descansando. Dijo la ostra perezosa.
Entonces el pulpo decidió usar otra estrategia para engañar a la ostra y le dijo.
- Dicen que eres la ostra más simpática de todo el arrecife y que guardas una perla hemosísima, que me encantaría ver.
- Pues será otro día porque ahora no tengo ganas.
- Pero es que no quieres participar en el concurso de la perla más hermosa del arrecife. Hay mucho premios y puedes ganar. Abre y así puedo verla, yo soy del jurado. Es una pena que una perla tan hermosa no la compartas con todos y podamos disfrutar de su belleza.
Y la ostra que no era perezosa, sino que era muy lista, se dió cuenta de que había demasiada insistencia y halago de alguien, que ni conocía, ni quería conocer, y le contestó.
- Mi perla es hermosa, pero sólo es valiosa para mí, ningún precio tiene para los que no la conocen. Y prefiero quedarme sin ese premio, si para concursar tengo que salir de mi cama y abrir mi concha a un extraño, que primero dijo que era cartero y luego jurado de un concurso de belleza.
- Te arrepentirás de no participar en el concurso, y luego dirás por qué no le abrí.
- Y si abro tu dirás, ostra comí, pero será a otra tonta, pero no a mí.
Y el pulpo al verse descubierto se fue enfurecido y hambriento, echando chorros de agua oscura y agitando sus ocho tentáculos, buscando a otra concha que se creyera sus embustes y engaños.
-Ocho tentáculos tiene un pulpo Cachito.
- Ocho sirenita. Contestó su amigo.
Así pasaban los días, jugando, nadando y contando cuentos del mar y sus criaturas. Cachito fue creciendo y creciendo, mientras la sirenita se fue convirtiendo poco a poco en una muñeca de plástico, su cola de trapo dejó de brillar y su voz cantarina se fue transformando en un murmullo que iba apagando poco a poco. Y su amigo Cachito parecía que empezaba a darse cuenta.
- Sirenita, grita más, apenas te oigo.
- No puedo Cachito.
- Por qué no puedes sirenita.
-Por que estoy varada y me he quedado seca. Hace mucho que no voy a visitar las playas lejanas de arenas blancas, donde los piratas desembarcaban sus cofres cargados de perlas de Oriente y de esmeraldas de Brasil, ya casi no acuerdo del idioma de los peces, se me está olvidando la danza de las algas y la música de las caracolas. Soy una sirenita varada.
- Y qué es una sirenita varada.
- Cachito estoy dejando de ser una fantasía y me estoy convirtiendo en un juguete viejo, eso es una sirenita varada. No ves que ya no puedo nadar, que mi piel mojada es de plástico, que no soy más que un juguete ajado, y tú amigo mío estás dejando de ser un niño.
- No me digas eso sirenita. Yo no quiero ser grande y dejar de ser tu amigo, tu no eres de plástico eres de verdad.
- Claro que soy de verdad, pero porque estoy dentro de tu mente, vivo en tu fantasía y eso es de verdad.
-Aunque nadie mas que tú y yo lo sepamos, sirenita.
- Si Cachito, las cosas de verdad no siempre se tocan, se ven o se escuchan, a veces las cosas de verdad, sólo se sienten aquí dentro en tu corazón y en tu mente.
- Pero entonces ya no jugaremos juntos en la bañera, y no me contarás esas historias de los caballitos de mar que se enamoran, ni me cantaras las canciones del fondo del mar.
- Dentro de ti están todas las historias que yo te conté, todos esas playas de arenas blancas, toda la música de la caracola que te canté está dormida en tu memoria. Siempre estaremos juntos cuando lo recuerdes.
- Qué haré yo sin ti.
- Cuando seas un hombre Cachito y los demás vean una vieja muñeca de plástica descosida y fea. Tú me recordarás como una sirena de colores brillantes, que surcaba nadando los mares del sur mientras cantaba las canciones de las caracolas.
- ¿De verdad sirenita?
Y así fue, Cachito creció y un día dejó en una cajón de cartón a la muñeca de plástico con cola de trapo, pero en su corazón guardó todos los tesoros que la sirenita le había enseñado.
Y cuando ya no se llamaba Cachito, sino Omar y era un hombre, algunos días cuando se acercaba a la orilla del mar, entre el fragor de las olas, escuchaba las canciones que la sirenita le había cantado. Cuando se bañaba sentía en los pies el leve roce de una aletas que lo acariciaban.
Y nunca olvidó el cuento de la ostra perezosa, siempre se le contaba a sus hijos mientras los bañaba.

FIN

25 dic 2014

La autoría de este cuento tiene que ser compartida con los pescadores del sur de  Michoacán. Las contesteras son una tradición oral, con que los hombres de la mar, de esa franja entre Guerrero y Michocán se entretienen ante las hogueras en las noches estrelladas. La costestera es un duelo de mentirosos, que se enzarzan en un desafío literario. Yo escuché esta contestera, que meto en mitad del cuento, porque la escuché  durante un viaje muy accidentado por estas tierras. Estábamos escribiendo una monografía para el gobierno del estado de Michocán, y el vehículo que nos llevó a estas tierras bajas de la costa sufrió una grave avería que lo dejó inservible por varias semanas. Lo escribí muchos años después de aquello, que pasó en 1985. No me dió por publicarlo ni lo mandé a concurso alguno. Un día lo leyó un colaborador de la revista Topodrilo, de letras de la Universidad Autónoma de México. Me lo pidió para publicarlo y se lo pasé. Quisiera ahora que lo vuelvo a publicar compartirlo con esos pescadores purépechas,que labran con sus palabras las duras piedras de la memoria. Y que sepan que esa contestera es de ellos y de nadie más.

LA ULTIMA CONTESTERA DEL CÁCARO DIVINO


La ciudad de México lucía inmensa, bulliciosa, casi encantadora aquel mes de Julio. Su esplendor hería los cielos. Las lluvias trapearon los aires llenándolos de luz y transparencia. Aquel fue un verano muy húmedo. Pero con el agua llegó también la fauna salvaje. Una molesta plaga de mosquitos zumbaban sin descanso en torno a nuestros cuerpos. En las noches era peor. Yo odiaba aquellas oleadas de insectos desde la infancia. En la costa de Michoacán donde vivía, al ponerse el sol atacaban legiones, como nubes negras, de una temida peste alada, los jejenes.
A pesar de los insectos, la ciudad seguía su quehacer y por sus arterias luminosas un tráfico caótico hervía de actividad y vehemencia. Las calles estaban atestadas de transeúntes que iban y venían entre los charcos, con la certeza de saber a donde ir. Esa tarde, salí con la intención de perderme en la ciudad. Sin rumbo deambulé por las calles mojadas en medio de paraguas y salpicones de coches. La lluvia arreció y me detuve bajo la marquesina de un cine. Por distraerme empecé a ver las cartelera del Cinema Imperial. Aquel nombre trajo muchos recuerdos a mi mente y, casi sin darme cuenta acabé comprando un boleto, para sumergirme en la boca negra de la sala, en medio de un río humano mojado y cálido. Mientras me acomodaba en la butaca, recordé que hacía mucho tiempo que no iba al cine; tal vez un año.
Era una película del Santo contra no se quién, que ya había empezado. En la pantalla los personajes se movían convulsos, hablaban, gesticulaban pero no llamaban mi atención. Me di cuenta entonces que era yo quien tenía un recuerdo atorado en la cabeza que me impedía concentrar. Recordaba una tarde de cine en mi infancia, allá en Maruata, en la costa michoacana, cuando vi "El Santo Contra las Momias de Guanajuato". Entonces mi tía Gabriela, previó:
-Ahora el Santo le va a meter una destrozadora en la nuca a la momia.
Pero la momia era muy peleonera y no se dejaba, entonces todos nos poníamos de pie enardecidos por la pelea y le gritábamos porras al Santo, y el Santo como buen héroe vencía a la momia. La felicidad de ver ganar a los buenos y a los malos derrotados, aunque sólo fuese en el cine, era uno de los momentos más excitantes y maravillosos de mi niñez. Aquellas películas del Santo eran mis favoritas. Dos veces al mes, cuando llegaba el camión con el cine ambulante, mi tía, que era una cinéfila impenitente, me venía a buscar para ir juntos. Luego de ver aquellas tremendas peleas entre héroes y villanos quedábamos los dos extenuados y salíamos del improvisado cine, cogidos de las manos sudorosas y trémulas y mudos de la emoción. Al pasar junto a la inexpresiva pantalla, alzábamos la vista atemorizados, esperando ver saltar a la horrible momia del lugar, donde instantes antes, se había librado la cruenta batalla entre el bien y el mal.
Ese día, como otros, mi tía me apretó la mano y yo, a pesar de mis siete años comprendí cual era el motivo de la seña, allí estaba Don Conchito, el Cácaro Divino, como ella bautizó a su galán.
Don Conchito era el proyeccionista del cine ambulante. Siempre que venía al pueblo cortejaba a Gabriela y, yo sabía que debía desaparecer, luego de recibir de él los dos pesos de mordida por la cesión de mis derechos sobre mi tía. Esa noche, como siempre, apretaba en mi puño las dos monedas de un peso y llegaba corriendo con mi pequeña fortuna a la única tienda del lugar a comprar dulces.
Don Conchito, había trabajado en el Cinema Imperial en el D.F. Don Conchito era el operador del proyector de cine, el cácaro, pero la ciudad lo cansó y se juntó con su primo Apolonio, que acababa de comprar un Dina, para poner el negocio del cine ambulante. Pintaron el camión con escenas pintorescas del cine nacional. Al frente un charro, en los costados un luchador, una mala mujer y Cantinflas del otro y atrás lanzando su risotada, TinTan.
Los primos adquirieron un viejo proyector de un teatro que se quemó y una pantalla hecha de recortes de sábanas de hotel del centro y salieron a recorrer los pueblitos de la costa de Michoacán y Guerrero. Aquí venían una, o dos veces por mes a desempolvarnos la imaginación.
Era viernes, los viernes son días de fiesta para los pescadores de Maruata. La mayoría de ellos, al atardecer, toman cerveza o aguardiente de caña mientras cantan y hablan de la pesca. Más tarde, todo el pueblo anda lleno de borrachos trastabillando que surgen como sombras entre la oscuridad de las palapas, como los zombis de las películas del Santo, a veces con el desgarrador grito del vómito colgado de la garganta. Los hay violentos y crueles que mientan la madre a las tinieblas y tienen cien enemigos acechando entre las palmeras. Esos traen armas. Mi tía decía que son de los que cuando no los buscas siempre encuentras. Otros son alegres, cantan canciones y no se meten con nadie.
Los pescadores que emigraron del estado de Guerrero, se juntan siempre bajo la enramada de la palapa de Los Plateados. Allí a la luz de la luna y las hogueras, cantan y con el trago se animan los más viejos y empiezan las rondas de contesteras. Yo siempre me colaba entre las palmeras para escucharlos. Aquellas sí que eran historias fantásticas. Mis preferidas eran las de don Chava, el más argüendero y brillante de todos. El abuelo de Los Plateados, con su rostro adusto, podía estar contando el disparate más grande de la historia, sin sonreír, sin soltar una tos disimulada, sin el menor gesto delator. Su voz rasposa contaba: El hombre cayó de la montura y el toro bravo se revolvió hacía él; enloquecido de rabia empezó a perseguirlo. Dentro del ruedo no había escapatoria de los afilados cuernos, el hombre desesperado saltó del foso y echó a correr por todas las calles del pueblo intentando dejar atrás al animal, que también saltó detrás. Todo era inútil, al voltear en cada esquina sentía el aliento del astado más cerca, escuchaba su resoplido de huracán enfurecido, locomotora desbocada. Llevaba siete días corriendo por las calles de aquel pueblo. Los vecinos al principio intentaron ayudarlo llamando la atención del cuadrúpedo, pero éste no le quitaba la vista de encima a su víctima, así que poco a poco los habitantes dejaron de interesarse por el toro y el hombre y se sumergieron en las labores cotidianas del pueblo y del campo. A los diez días ya nadie le hacía caso, ni le echaban agua al pasar para refrescar su cansancio y aquel terror negro y rojo lo seguía persiguiendo sin descanso, implacable y cierto. El miedo empezaba a instalarse en sus entrañas. Parecía que nada detendría al animal, excepto su muerte, de pronto pensó en el agua y se dirigió al río, ahí se desharía del toro arrojándose a la corriente. El agua fría refrescó sus pies, empezó a nadar río arriba cuando escuchó a sus espaldas una tremenda zambullida y luego el sonido aterrador de un bramido. Miró hacía atrás y vio al toro negro y rojo nadando hacía él con la fuerza de sus mil pezuñas. Comprendió que estaba perdido, a menos que logrará llegar al salto del agua. Aquella enorme cascada podía ser su salvación. Dando grandes brazadas se dirigió a la caída del agua, luego tomando un tremendo impulso comenzó a subir por la columna líquida. El agua caía con fuerza, pero el miedo al toro impulsaba sus brazos como las palas de un barco, sin embargo el toro no se detuvo ante la muralla de agua y siguió nadando detrás soplando y mugiendo de furia. Cuando estaba llegando a la parte de arriba del salto, se volteó a ver al toro que lo perseguía, miró sus ojos inyectados en sangre, su morro negro y ruin, sus afiladas navajas. Sólo un instante el animal lo miró también. El sacó del cinto el machete y con un sólo movimiento cortó el chorro de agua, provocando la inmensa caída del animal.. Don Chava debía estar muerto de la risa bajo la impenetrable máscara de sus arrugas, pero un buen contestero jamás ríe de sus embustes.
Aquella noche había mucha alegría en el pueblo y la voz de Don Chava se esparció por las palapas de la enramada. Me acuerdo muy bien, porque fue la última noche que vi al Cácaro Divino. En la palapa de Los Plateados contaron mentiras más disparatadas y chistosas, como deben ser las buenas contesteras: exageraciones más allá de lo exagerable, contadas con la seriedad de un discurso político. Alguien narró la historia de un pescador que llegó nadando al país de los barbas rojas, persiguiendo a una tortuga laúd. Los nativos lo encerraron, para que cada día se acostase con una muchacha virgen, mientras todo el pueblo lo miraba desde los palcos de una cárcel circular, como estadio de fútbol, de donde logró huir milagrosamente haciendo una escalera de adobes, que amasó con la sangre seca de las vírgenes y su saliva. Luego, otro narró como había salido volando de un lago, al atar un hilo de su camisa de manta, a los píes de una bandada de patos silvestres.
Cuando acabaron las contesteras, a mí me dolían las costillas de la risa, y recordé mi compromiso con los novios. Ya faltaba poco para ir a buscarlos a las nueve, como convenimos.
Mi tía estaba muy enamorada del tal Don Conchito. Tenían ya tres años de romance y, a pesar de sus muchos pretendientes, ella prefirió comprometerse con su Cácaro Divino. Don Conchito, según él mismo aseguraba, era el último seguidor del arte perdido de la contestera. Sus contesteras eran incontestables, sus exageraciones, insuperables, pero el sentido cómico de todo lo que contaba, era su verdadera maestría. Él jamás sonreía o tosía, ante sus propios debralles y cabules, y esto lo convertía en un excelente contestero. Era bueno para inventar y para contestar, de los pocos que podía ponerse al tú por tú con Don Chava. Tenía gracia y arte al hablar, algo que no siempre mostraban las películas que había proyectado. Mi tía, sino experta, era muy abusada para las contesteras, pero no podía con Don Conchito y siempre le ganaba la risa. No era para menos, porque las cosas que contaba este hombre con voz de sepulturero y cara de yo no fui, eran muy chistosas.
Recuerdo que aquel viernes los fui a buscar a la playa, a eso de las nueve, junto a la roca de los ñoclos, como quedamos. Estaban sentados murmurando cosas de novios. No me dijeron nada y yo tampoco los quise distraer. Se despidieron largamente. Palpé los latidos del corazón de la tía Gabriela en los surcos de sus dedos y me miró con aquella sonrisa de complicidad, mientras me jalaba de la mano, para que nos apresurásemos hacía la palapa de mis padres, que estaban esperándonos para cenar.
Aquel fue el último viernes que vimos a Don Conchito, jamás regresó al pueblo y mi tía tampoco volvió a saber de él. Se puso muy triste, ya no volvió jamás al cine, ni cuando íbamos a Playa Azul y yo le suplicaba que me acompañase. Tampoco quiso volver a contarme ninguna contestera. Yo me sentía culpable o al menos la víctima de lo que había sucedido. Intentaba entretenerla con mis juegos de niño pero todo era en vano. La añoranza y la tristeza enturbiaron su rostro para siempre, parecía ausente, como que escudriñaba con la mirada algo que sólo ella veía. Un día le pregunté, si no había tenido noticias de Don Conchito. Se volteó y me miró con sus pupilas de luz y dijo muy seria.
-El día que me encuentre a ese pobre desgraciado, tu serás el primero en saber por qué se fue, y qué pasó. Hasta entonces no me lo vuelvas a nombrar.
La tía Gabriela, con los años se volvió más delgada y silenciosa, por mi parte, nunca más le recordé la persona de Don Conchito: el asunto del Cácaro Divino estaba muerto para ambos. A veces, al llegar de la escuela la veía sentada en la enramada, tan quieta y callada, como cuando íbamos al cine y alguna escena la emocionaba mucho. Yo creía que ella, en esos momentos, miraba por dentro las películas que habíamos visto juntos, y se platicaba a sí misma las contesteras.
Salí del cine y adormecido por la oscuridad regresé a la casa. Fue una noche agitada de sueños locos. Seres del horror cinematográfico, me perseguían y torturaban; nada los detenía salvo la presencia del Enmascarado de Plata y de mi tía Gabriela. Al despertar me senté sobre la cama y recordé todo lo que había vivido con ella, las emociones que experimenté en el cine ambulante; añoraba su presencia cómplice, en la butaca de al lado, pero sobre todo su mano que tanto me confortaba. Cuando me escurría en los asientos minimizando mi cuerpo por el miedo, su mano segura siempre me rescataba. Yo me hacía el valiente, carraspeaba como los contesteros mañosos, para tomar aire, y lograba poner algo de dignidad en mi desmarañada mente. Ella solía decirme, que lo maravilloso de las películas, es que aunque sepas lo que va a pasar te sigues dejando sorprender, atemorizar y emocionar. ¡Qué gran descubrimiento me había compartido aquella mujer!..Dejarse seducir. Eso ya no me pasaba cuando iba la cine, pero esta noche, a la par de mis recuerdos, recuperé esa tibia idea que se escapó de mi jaula, sepa Dios cuándo.
Reconfortado, tomé un café y oí los ruido del departamento detrás de unas notas de Chava Flores. Escuché a Doña Yolanda deslizando algo debajo de mi puerta. Sobre el tapete de la entrada estaba un sobre. Era una carta de la familia, de mi tía Gabriela. Me extrañó porque ella no era muy adicta a escribir y por eso la abrí con emocionada celeridad. Luego de los acostumbrados saludos y cómo estás, detalles de la familia y consejos sobre la salud, me anunciaba su próximo matrimonio con Don Conchito. No daba crédito a lo que leía, Don Conchito regresó, luego de dieciséis años de ausencia y me invitaban a su fiesta de boda. No era un fantasma, ni un personaje de película, era Don Conchito en persona, que había vuelto del tiempo, para casarse con ella. Seguí leyendo la carta, que era escueta respecto a la noticia, sin embargo amena en reproducir la causa que obligó a Don Conchito a ausentarse. Parece ser, según le había confesado a mi tía, que el día que dejó Maruata, se fue por la carretera rumbo a Playa Azul, cuando un derrumbe de tierra bloqueó el camino. Don Conchito Apolonio y el camión DINA, en el que viajaban, quedaron rodeados de barro y piedras. Mi tía narraba que el Cácaro no sabía como salir de aquélla y que además estaba muy preocupado porque al día siguiente debía proyectar "La Venganza de Fu-Manchú" en Playa Azul, cuando inesperadamente, tuvo la feliz idea. Se le ocurrió proyectar sobre la montaña una secuencia de la película que traían, donde había varias escenas de carretera y subir el camión por la ruta proyectada y continuar así el viaje a Playa Azul para cumplir su contrato. No di crédito de la insensatez que estaba leyendo y menos que mi tía creyera semejante argüende, pero aguijoneado por la intriga seguí la lectura. El Dina marchó a la perfección, pero cuando estaban a punto de llegar al otro lado del camino, cambió la escena y se proyectó una ciudad muy extraña, totalmente desconocida para los primos. Don Conchito y Apolonio se bajaron del camión en medio de un grupo de curiosos que los rodeaban. Todos tenían los ojos rasgados y hablaban un lenguaje lleno de yiis, taiis, y cosas por el estilo. Claro, Don Conchito se tardó dieciséis años en aprender el idioma para poder preguntarles por la carretera que los regresaría a México. Por si fuera poco, como la película era muy vieja y se quedaron en blanco y negro, Don Conchito, el Cácaro Divino tuvo que ir con un pintor a que le pusiera sus colores naturales, antes de presentarse con mi tía Gabriela y cumplir su palabra de matrimonio.

Omar Ramos


México, D.F. 1994
Christophe Bouvier existe, yo lo conocí en México en 1985, enseguida chocamos. Me lo presentó Joaquín Astorga, dueño de un rostro propio y de un corazón puro, esto sólo lo entenderán los mexicanos cultos en la filosofía nahuatl, pero a los extraños les sonará al menos poético. La amistad con  Christophe Bouvier, parecía que iba a tener mucho recorrido, pero lo tuvo. En los primeros treinta segundos, el español aquí presente había desenvainado la tizona frente al gabacho. Chistophe era un joven técnico de la agencia  FAO ya sabéis todo eso de la agricultura, la pesca y la alimentación, acababa de ser destinado a México. Venía nuevo pero con una larga experiencia de campo en China y Brasil, en donde empezó de becario, con un plan francés de trabajo en prácticas. Buscaba un apartamento y había encontrado el anuncio del apartamento del padrino, Joaquín Astorga, hijo del General Astorga, el militar revolucionario que pasó por la academia y estudión logística, estrategia, balística y todas esas cosas. A Joaquín, que es una perfecto hombre del siglo XXI, el gabacho le cayó bien, era simpático y hablaba francés y por eso creyó conveniente que lo conociésemos. Nosotros éramos sus amigos, dos chiflados guionistas independientes de la televisión pública, que por suerte teníamos un jefe encantador, el poeta Eduardo Lizalde, y que nos dejaba seguir estando locos. Mi pareja de entonces era la poeta  Gabriela Monroy, nieta de otro revolucionario general, precisamente enfrentado con el abuelo de  Joaquín el general Maycotte. A pesar de tanto ADN militar en el linaje de Joaquín, corría más sangre revolucionaria que castrense. Joaquín hablaba francés a la perfección, era traductor de ese idioma al español y es un buen jugador de ajedrez. La verdad es que Joaquín y Christophe llegaron en mal momento. Recuerdo que estaba que me llevaba la chingada. Un cuarta corrección al guión de un programa titulado "México a través de los libros", una segunda a un programa de difusión científica llamado "Principia, la aventura" de difusión científica y una sexta de otro con Juan José Arreola como conductor, llamado "Aproximaciones", más una investigación para la Fundación Televisa, sobre el desarrollo del pensamiento del niño. Para poner en contexto mi enfado, os quiero recordar en 1986,  no había ordenadores en todas las casas. No los había en casi ninguna. Mi compañera y yo nos compramos una Olivetti que apenas podía grabar en su memoría 15 líneas, si 15 líneas. Cada vez que alguno de los directores, productores o editores de contenidos de gobierno le metía mano a un guión, el documento nos llegaba lleno de tachones. La mayoría eran modificaciones intrascendentes, pero que el ego de algunos funcionarios esos pequeños matices bastaban. Ni que decir tengo, que cambiar cuna sóla palabra de la página uno, implicaba volver a escribir todo el guión. Me encanta escribir a mano y con el ordenador, pero siempre odié las máquinas de escribir y sus puñeteros correctores de líquidos y parches blancos. Invité a mis visitantes a un café y cuando me preguntaron por mi trabajo, yo les dije que estaban saliendo a la venta unos aparatos llamados ordenadores, con memorías incereíbes, capaces de guardar un guión entero y poder hacer todas correcciones posibles sin tener que mecanogracfiar de nuevo. Christophe entonces no sabía mucho de los ordenadores y tenía una visión neófita. Entre su mal portuñol, como el llamaba a la jerga que llegó hablando a México, entró en la conversación diciendome que los riodenadores no arrglarían nada, porque los problemas de la comunicación de los seres humanos no mejorarían por usar ordenadores. Recuerdo que me puse en defensa inmediata del progreso, con tal vehemencia que Chistophe no insistió en su tesis. Luego vino el terremoto. La ciudad se destruyó, nuestros amigos se desperdigaron y muchos salimos huyendo del olor a muerte. Joaquín y nosotros nos trasladamos a Tepoztlan, un pueblo precioso, en plena tierra del zapatismo, junto a Cuernavaca, a 70 km del DF. Desde allí podríamos acudir a las reuniones de trabajo, a entregar guiones, a cobrar, aunque no todo se desarrolló como pensábamos, cancelaron programas, hubo recortes, nos quedamos sin trabajo. Sólo nos quedaba la iniciativa privada. Yo tenía una relación laboral con una de las productoras más potente de la ciudad, "Mundo Audiovisual", pero si nos parecía muchos los cambios en lo público, en el mundo de las empresas los textos pasaban por m´ñas manos y opiniones todavía. La Olivetti echaba humo todo día. Yo que nunca pude escribir con más de cuatro o seis dedos, estaba desesperado. Entoces Chistophe nos empezaba a visitar asiduamente, los fines de semana los iba a pasar con su casero de la ciudad, que ahora vivía en el campo. Ya acabado el debate sobre si la tecnología de los ordenadores facilitarían la vida de los guionistas, Christophe se convierte en nuestro amigo. Un buen amigo, con un corazón generoso y transparente. Al poco de llegar a vivir a Tepoztlan , otra traductora amiga de Joaquín se trasladó a la casa de al lado. Susana, venía hecha polvo, la mujer se quedó atrapada durante horas en su piso de Tlatelolco,  una de las zonas peor tratadas por el terremoto.  Apenas nos habíamos tratado. Aquel día yo estaba preparando el biberón a mi hijo Alvar cuando llamaron a la puerta. Era Susana, fue escueta y precisa. - ¿Quieres un ordenador?. Había que responder rápido y afirmativamente aunque luego hubiera cláusulas y letra pequeña, pero no las hubo. Susana me regaló un ordenador, que nos ayudó a sobrevivir en un momento muy duro y difícil. Era una Crommenco C-10 con pantalla de fosforo tan excitado, como lo estaba yo con mis dos flopis de 5,1/4. En uno corría el programa, que se llama WordStar y en el otro grabamos los guiones. Nos costó hacernos con el programa. Pero aquel ordenador sacó adelante el alquiler, la comida y los colegios de mis tres hijos.  Bueno y cómo llegamos al cuento. Pués un día llegó el cumpleaños de Christophe Bouvier, quien por cierto era primo de Jacqueline Bouvier, la que luego fue Jacquelin Kénedy y luego Jacqueline Onasis. Cuando esto pasó no teníamos un peso, ni para regalos, ni para pagar el alquiler. Christophe había traído vinos de Francia, quesos, viandas exquisitas que unos parados no podrían soñar en pagar nunca. Entonces le escribí este cuento. Y es un cuento que se construyó con  un podo de todos aquellos amigos generosos y entrañables. Se escribió con el ordenador de Susana, se logró traducir al francés gracias a Joaquín y se inspiró en la generosidad de un gran amigo al que nunca olvidaremos Christophe Bouvier, que siguió dando muestras de ser una gran persona. No sé de Christophe desde años, nos hemos perdido en sus múltiples viajes, y en los míos. Ahora ya no está en la FAO, creo que es funcionario de la UE, pero esté donde esté sé que en la "Dupla" de su corazón nos recuerda y aprecia con cariño. Por eso quiero volver a publicar este cuento. El día del cumpleaños de Christophe le entregamos el cuento, en una caja con unos rodillos y un montaje de moviola manual, en la que el cuento con ilustraciones pasaba por la ventana de casa, situada en una calle parisina donde había vivido Christophe. Al poco tiempo se celebró en México un concurso de cuentos organizado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y presenté la Subasta a concurso y ganó. Se publico en el número 3 de la revista ya desaparecida "Park&Read" del departamento de español de la Universidad de Duesseldorf  y luego se publicó en buscador de cuentos. La gratitud a Chistophe es un valor que espero seguir cultivando con mis amias y amigos, ojalá Christophe y yo, volvamos a saber el uno el otro. Ya no sé cuantos años cumplirás, seguro que alguno menos que yo.  Feliz cumpleaños Christophe Bouvier.

La subasta o La petite histoire de Christophe Bouvier


Xamirú vivía en un pequeño asteroide del sistema solar Torio, llamado Miuria. Era un ser reservado e inaccesible, nunca salía de su residencia, la Mansión de las Siete Torres, donde guardaba su mayor tesoro del que nunca se separaba. Por eso cuando convocaba a una de sus fiestas, los invitados llegaban desde los confines más remotos del universo, atraídos por la enigmática personalidad de Xamirú.
Los heraldos de Xamirú eran Silmus alados, una especie de lagartos azules gigantescos, capaces de volar en las atmósferas más letales. Los Silmus ya extintos en todas las galaxias, habían encontrado entre los cráteres de los asteroides de Miuria, su último refugio natural. El amo de aquel desolado mundo había descubierto que los Silmus se  alimentaban de un extraño y escaso elemento que extraían de las entrañas del asteroide con sus garras.  Estos saurios voladores de Miuria son animales dañinos, capaces de matar con una sola mirada de su ojo izquierdo; además del extraño don de la muerte, estos dragones añiles tienen buena disposición para repetir y recordar cualquier sonido. Su piel dura como el titanio y a pesar de su extremada fiereza y fortaleza, Xamirú logró que le obedecieran como mascotas. Su aspecto como vigilantes para proteger sus propiedades era impresionante, a la par que su fiereza para deshacerse de los enemigos de su amo. No era lo más adecuado para que llevasen las invitaciones a través del espacio, pero Xamirú planificaba sus fiestas con mucha antelación y las invitaciones de la Mansión de las Siete Torres llegaban más allá de los anillos heliogónicos de Torio con el tiempo suficiente para que los destinatarios pudieran asistir. Cuando me visitaron para entregarme el mensaje de Xamirú, evité la mirada ponzoñosa de su lado nefasto. Decidí ir a la fiesta seducido por la fastuosidad del banquete y el espectáculo de la subasta. En mi estado de náufrago de la humanidad la comida y los espectáculos eran de los pocos placeres que me quedaban para disfrutar en este mundo. Todo el sistema estaba tachonado de planetas inhabitables. Por una devastación bélica o telúrica habíamos quedado huérfanos de patria, deambulabamos por todo el cosmos sin rumbo fijo. Llegué al puerto aéreo de Miuria con cierto retraso y mi vehículo descendió escoltado por la fría luz crepuscular a los hangares de la Mansión. Allí vi las naves de los otros invitados. Sobre sus pulidas superficies ostentaban escudos e insignias de Aglanis, de Mohgu-Tan, de Capiria y otras regiones remotas. Algunos como yo, ya no tenían un planeta donde vivir. Los más habían logrado hacerse una residencia en algún asteroide de buen tamaño. Otros sólo teníamos el frío espacio, orbitabamos enganchados a los montones de cinturones de cenizas que danzaban en círculos en derredor del sistema.  Los apátridas usábamos como distintivo, la vieja insignia negra con los símbolos dorados y rojos de la casa real de los Torios, antigua dinastía procedente del planeta de Nimente, que antaño había regido todo el sistema.

Caminé hacia la recepción atravesando el enorme estacionamiento. En el trayecto vi varios vehículos especiales, que como el mío ostentaban el escudo toriado en sus carrocerías; a pesar de la espesa bruma verde que emanaba del sistema de ambiente atmosférico y lo desdibujaba todo pintando fantasmas a mi paso. Conocía alguno de estos vagabundos del espacio, eran los incondicionales de los grandes banquetes. Nos habíamos reconocido el rostro en muchos ágapes, a través de los grasientos manteles, disputándonos las bandejas de Tofus de Aglanis, brindando en copas de cristal rojo llenas de vino pontopórico traído en ánforas desde la región de los pantanos y las nieblas azules. Entre ellos abundaban músicos, rapsodas y cuentistas. Conocía sus historias,  a todos les había escuchado hasta la saciedad. El repertorio eran las epopeyas sobre civilizaciones perdidas, poemas épicos, sonetos amorosos e incluso chistes crueles sobre la la muerte del sol de Capiria. Unos presumían de ser grandes magos, duendes del tiempo capaces de leer el destino en un plato de comida, confeccionar una carta del futuro astral en la servilleta o relatar las siete vías de la iluminación antes de llegar a los postres. También había algunos guerreros y aventureros sobrevivientes de todas las tragedias humanas. Los inventores y los científicos que arañaban el futuro se aprovechaban de estas fiestas para ofrecer y difundir las maravillas de sus creaciones, poniendo precio a la eternidad y a la belleza. Abundaban los comunicativos prestamistas, siempre rodeados del corrillo de vendedores de naves y de los anticuarios de objetos valiosos. Ladrones de tumbas y comerciantes de todo cuanto sea posible de imaginar. El anfitrión poseía una considerable fortuna y el caso era hacerse escuchar, atraer la displicente atención Xamirú, contando historias inverosímiles, chismes escandolosos que provocaran sus ataques de risa histérica o al menos su curiosidad.  Hacerse notar, brillar entre tanta luminaria tesorera de leyendas primigenias, era el objetivo de muchos de los que asistían a la fiesta esta noche. Todos pulían su ingenio para estas ocasiones. Mientras escuchaba el eco de mis pisadas en el frío suelo del hangar iba repasando sus nombres. Estaban las lujosas naves del séquito del príncipe Gargol y más allá el destartalado navio de mi único amigo en esta fiesta, Guarnerio el trashumante. Al llegar al elevador vi el planeador espacial del viejo Terencio de Aldebarán, el último testigo de la explosión de Nimente. Siempre contaba aquella historia de cómo se salvó de la tremenda lengua de fuego que lo persiguió en su nave por tres sistemas solares, alcanzando velocidades de más de 500.000 kilómetros a la hora, hasta que llegó a la galaxia de Kuris. Algunos de ellos no usaban transportes convencionales, como el misterioso Doulos Oukón, Comandante Espuela del Gallo Solar de los Abraxas, que llevaba tres mil eones buscando por todos los reinos de la materia a su amada Helena Ukusa, desterrada por los hierofantes a uno de los planetas menores. Vagabundos, príncipes del sol, escritores hambrientos, profetas sin iglesia y aventureros ya ancianos venidos de todos los mundos de la constelación de Kuris, habían arribado a aquel pequeño asteroide del sistema de Torio, para gozar de una velada inolvidable, alumbrados por la luz verde de una de las lunas de Miuria.
Según entraba en los recintos y los pasillos de la Mansión pensé que mi caso era de los peores. La vida no me había concedido ningún don sobresaliente como orador, mis aventuras se limitaban a las largas y solitarias jornadas de exploración ocular, en la base astronómica de Fobos, en el cinturón orbital del lejano Marte. No era lo que se dice un espécimen interesante, sin embargo era invitado a todas las fiestas de esta parte de la confederación toriada. Resultaba muy curioso para los súbditos torios, conocer al último sobreviviente de otra raza. Sentado a la mesa, entre tanta criatura escamosa, alagartada y multifacética, llamaba poderosa la atención mi rostro humano. A Xamirú le gustaba tenerme entre sus invitados, aunque sólo fuera porque era el único sobreviviente del planeta Tierra.
Yo, Christophe Bouvier, era un insignificante científico abandonado en una observatorio astronómico del sistema solar. Mi función era estudiar la actividad de los agujeros negros; otros se encargaban de los cometas y los vientos solares, para reportar a la tierra los posibles cambios climáticos que pudieran afectar a la agricultura, a las cosechas y por ende a la alimentación. Me inscribí en el proyecto de la FAO, porque me fascinaba, casi como a un niño, el misterio de los hoyos negros. Me atraían como imanes.
Teníamos el observatorio instalado en el satélite Fobos en la órbita de Marte, lugar de atmósfera irrespirable pero cristalina, perfecta para ver los cuerpos celestes. Eran las fiestas de diciembre del 2,100. Aquel año me había tocado en suerte quedarme de guardia, para vigilar los registros del gran telescopio electrónico, mientras los demás científicos regresaban a la Tierra, a pasar la Navidad con sus familias. Ella también se fue.
Desde allí observé, lleno de rabia e impotencia, la gran hecatombe. Todo aquello parecía una broma del destino. Un microorganismo capaz de combatir el cáncer, había sido fabricado genéticamente. El 23 de diciembre, los biólogos del Instituto Pasteur dieron teleconferencias a todo el sistema solar, para informar a la comunidad científica interplanetaria de su fascinante descubrimiento: La humanidad venció al cáncer. El virus que habían sintetizado devoraba el oxigeno que tenían las células cancerosas y así detenía la terrible enfermedad. Yo saboreaba un poco atónito aquel regalo de Navidad; mientras pensaba irónico, en los millones de "Gauloises" que mis ancestros bretones habían fumado, para contribuir al cáncer de pulmón, sin éxito. Lo celebré abriendo una de las dos botellas de champagne que tenia reservadas para la cena de Nochebuena, la otra nunca la llegué a tomar. Brindé frente a los monitores y los instrumentos, por el triunfo de la ciencia sobre la muerte. Acabé ebrio en mi sillón, cantado una antigua canción de escocesa, sobre la consola de instrumentos.
Me desperté temprano el día de Navidad, con una jaula de grillos en la cabeza y una tormenta de ácidos en el estomago. Hice unas lecturas de rutina sobre la mesa de los 666 agujeros negros, que observaba sin piedad todos los días desde hacia seis años y me dormí hasta las doce. Me disponía a almorzar, cuando llegó un mensaje urgente de la oficina central de FAO en Roma. La cara lívida del Director General apareció en la pantalla. Se veía excitado, sus palabras eran una atropellada hilera de aturdimientos verbales, sobre una tragedia sin precedentes. El microorganismo que cura el cáncer, se hallaba fuera de control, desde aquella mañana. Un estúpido error en el transporte; cuando enviaban unas cepas a las ciudades del norte de América, provocó la rotura de la caja de Petri que lo contenía y se escapó libremente a la atmósfera. Al entrar en contacto con el aire, su metabolismo enloqueció con la presencia del oxigeno, por él que tenia una avidez desmedida. El laboratorio biomédico estaba evaluando los efectos que esto tendría. Me advirtió sobre los daños de una epidemia por la esporación generalizada del virus, esparcido por los vientos en todo el planeta. El asunto era serio, le prometí estar al pendiente de los movimientos eólicos e informarlo cuanto antes de los cambios climáticos. Aunque la estación meteorológica me pareció el sitio menos apropiado para controlar una epidemia viral, los mantuve enterados del clima, como si fuese un parte de guerra. 
Las noticias de la Tierra eran amenazantes. El organismo se reproducía a razón de 20.000 veces por segundo; al principio no comprendí el peligro que extrañaba, pero conforme pasaron los días vislumbré su verdadero alcance. Era capaz de soportar temperaturas entre 70 y menos 10 grados centígrados; para él toda la tierra era buena. La capacidad de combustionar oxígeno en su complicado metabolismo era inagotable y sus esporas diseminadas como polvo por el viento, fueron esparciendo la muerte.
La pesadilla pronto se extendió por todo el continente americano. Una semana después había llegado a Europa y recibí en el observatorio los primeros reportes sobre la escasez de oxígeno en los Alpes suizos. Probaron controlarlo con armas químicas, pero todo fue inútil, su velocidad de reproducción lo hacía invencible, era más rápido que cualquier veneno.
El 8 de enero las noticias daban a conocer al mundo los primeros casos de muerte por asfixia. En todo el planeta se marchitaban las plantas, los animales caían extenuados al menor esfuerzos, para luego sucumbir por falta de oxígeno, en una agonía espantosa. Las personas se desplomaban por las calles, las ciudades estaban llenas de cadáveres sin enterrar, en los colectivos, en los edificios aparecían sus rostros amoratados. Tenían los ojos abiertos con la mirada fija en el infinito y sus lenguas hinchadas y negras asomaban por la boca, en una mueca atroz. Nunca vi nada tan horrible.
En los países independientes de Texas y California, antes parte del antiguo imperio de los Estados Unidos, los científicos y los líderes se encerraron en refugios atómicos, en submarinos y en naves espaciales, pero cuando el oxígeno de sus tanques se acabó, sobrevino lo inevitable. Los hombres habían alterado el delicado equilibrio ecológico del planeta y pagarían muy caro aquel error. Yo observaba cómo agonizaba la Tierra, sin poder hacer nada, desde mi cúpula sagrada, a más de novecientos millones de kilómetros de distancia.
El treinta de enero del año 2.101, la señal de la oficina central de la FAO en Roma no llegó a la estación. Busqué comunicarme, en vano durante toda la mañana, recorriendo todas las sintonías del radial. Aquella señal por seis años había sido la única comunicación con mi familia, con la cultura y con el mundo de los hombres; ahora la Tierra había enmudecido para siempre. Ella también habría muerto seguramente. Aquel día fue el más triste de mi existencia. Estaba definitivamente solo, en medio del espacio, en una aséptica y desolada estación astronómica en Fobos, satélite de Marte en el seno de la nada.
Los primeros días no podía creer la crueldad que el destino me había jugado. A diario radiaba con el láser mensajes a la Tierra, que se perdían en el vacío y nunca recibía respuesta. Conforme pasaba el tiempo abandoné mis estudios y mis observaciones de los cielos. El misterio de los hoyos negros dejó de interesarme; la ciencia me deprimía. Me dediqué al ocio para no pensar en mí, ni en ella. Pronto acabé con todos los libros de la biblioteca electrónica; no quise leer Robinson Crusoe. Supervisaba la planta de energía constantemente y cuidaba con esmero el huerto hidropónico. Por último jugué al ajedrez con la computadora. Las partidas me abstraían en un principio y llegué a olvidarme de todo por un tiempo pero, luego de vencer a mí oponente transistorizado diez veces seguidas; ya sin interés, caí en un profundo estado depresivo.
Deambulaba por la base llorando desconsolado, a veces me dejaba caer al piso y quedaba tirado horas mirando mis manos. Mi llanto duró días, tal vez semanas, nada me sacaba de aquella postración, la idea de ser el último hombre, era insoportablemente cruel. El suicidio acechaba mis horas de debilidad; pero los breves momentos de ilusión, en que anidaba en mi la vana esperanza de encontrar algún sobreviviente de la Tierra, alejaban de mi mente aquella salida. Aunque estaba acostumbrado a la soledad, la idea de estarlo para siempre se me hizo insoportable. Cuando ya no pude más decidí abandonar la base.
Era el 28 de febrero del año 2,101. Subí a mi nave los objetos más imprescindibles y las provisiones necesarias para un largo viaje; no olvidé mi última botella de champagne, la que guardaba como un amuleto, y preparé mi partida. La posibilidad de encontrar algo o alguien, en medio de las grandes distancias intergalácticas, era de una entre un billón, sabía que aquel viaje era mi suicidio. Me despedí de la base astronómica FAO XX1; con una extraña ternura vi empequeñecerse la que había sido mi casa durante seis años, mientras mi vehículo se sumergía en la negrura abismal del espacio. Aunque no pensaba regresar, anote en mi bitácora la ruta de vuelo. La visión del cosmos salpicado de estrellas rutilantes y lejanas, me tranquilizo.
No sabía a donde ir. Vagué sin rumbo dando vueltas a los últimos planetas del sistema solar, pronto las sombras negras de Neptuno y Plutón quedaron atrás. Conforme me adentraba en la inmensidad, una atrevida idea surgió de mi interior: explorar un hoyo negro. Durante diez años los había observado, visto, medido y analizado, pero nunca tuve un conocimiento concreto de lo que eran; puras hipótesis de física astronómica. Yo quería ver, tocar uno. La nave no tenía energía para un viaje tan largo, pero si lograba acércame lo suficiente a él, su enorme campo de atracción haría el resto. Estaba decidido a morir con la magnífica visión del centro de un hoyo negro grabado en mis pupilas. Había localizado uno muy cerca de Alfa Centauro. Para llegar a él necesitaría diez años. Me conecté al sistema de hibernación que regula las funciones vitales en los viajes intergalácticos, mientras yo inhalaba el gas sicotrópico que alarga el periodo MOR, hasta donde acaban los sueños. La computadora corregiría el rumbo y seguiría el programa de navegación los próximos diez años, mientras yo dormitaba. El tiempo se hacía eterno en la espera del sopor; hibernar es como morirse.
Acostumbré mis ojos a la luz interior. Desperté entumecido y sediento, y me dispuse a observar mi hoyo negro que no debería estar lejos, luego de aquel largo viaje de diez años luz. En efecto, allí estaba, en medio de un gigantesco remolino de planetas colapsados, estrellas sin luz y cometas errantes que danzaban en su derredor y se hundían en la negrura de su centro. Era más impresionante de lo que jamás había imaginado desde mi pequeño radiotelescopio. Su poder de atracción era inmenso. Sistemas solares completos con planetas, satélites y asteroides desfilaban lenta e inexorablemente hacia él; al principio despacio, majestuosos, luego aceleraban sus órbitas elípticas y se hundían vertiginosas y espirales en la nada. Algunas dejaban atrás un reguero de luz y polvo estelar. Allí estaba yo, en medio de aquel espectáculo sideral; único sobreviviente de una raza perdida, viendo un hoyo que se tragaba pedazos del universo. Tenia un solo camino que escoger. La nave apenas tenia energía, pero la atracción del hoyo empezaba a notarse. Caía hacia él, despacio y maniobraba con cierta elegancia, esquivando los pequeños meteoros y las escorias siderales. Al cabo de una hora de navegar, entre aquellos sargazos minerales, la aceleración se hizo muy fuerte. Conecté el campo de fuerza y me dispuse a disfrutar de mi holocausto. Lo que pasó después, es para mi inexplicable. Vi una tormenta de estrellas, un huracán de luces y un torrente de cuerpos gigantescos lanzándose a velocidades imposibles hacia un agujero del tamaño de una pelota de ping-pong. Lo cuerpos, parecían licuarse al acercarse al centro del remolino cósmico. Yo iba en ese río desbocado a fundirme con lo desconocido. Las luces se convirtieron en rayas por efecto de la aceleración. Tuve miedo y cerré los ojos. Mientras apretaba los párpados escuché una chirriante vibración que lo sacudía todo. Luego perdí la noción del tiempo.
Un extraño silencio me despertó. La nave flotaba en medio del espacio. No se veía el hoyo negro; en su lugar una pequeña estrella brillante, irradiaba su luz cegadora. Del centro salían despedidos cuerpos velocísimos que se alejaban hacia los confines de aquel sistema. Miré alrededor y no reconocí donde estaba. Sólo tenía una lejana noción de haber atravesado el pozo negro, y eso me parecía la única explicación satisfactoria. Con el poco combustible que me quedaba y procurando evitar los veloces cometas que despedía la estrella, me dirigí hacia un brumoso grupo de planetas. Era la constelación de Kuris, en la inconmensurable galaxia de Aurán, y entre aquel cúmulo de incontable de luces, estaba el sistema solar de Torio, mi nuevo hogar. Allí encontré seres y civilizaciones sorprendentemente amigas y sociables. Aunque su forma era bien distinta de la humana, aprendí a convivir con ellos; con el tiempo no me producía repugnancia, ni rechazo, su piel escamosa, sus varios ojos tentaculares o sus continuas salivaciones verdes, de lo que serían unas fosas nasales. Había llegado a Miuria, el pequeño asteroide del sistema Torio, hacia tres años. Aquí conocí a Xamirú el señor de la Mansión de las Siete Torres, y a otras extraños personajes que habitan en esta esquina dimensional del universo, detrás de los hoyos negros, más allá de los últimos cuasares. Aquí, en este zoológico demencial, perdí toda esperanza de encontrarme otra vez con lo humano. Pronto me hice famoso entre los habitantes de los distintos planetas toriados por mi extraña cara con dos únicos ojos.
Era costumbre entre los torios coleccionar seres, cuentos y objetos fantásticos y raros. En toda esta parte del pluriverso se hablaba de la fantástica colección de objetos y cosas; que luego de deambular por mil eones, descansaban en las vitrinas del museo particular de Xamirú. Su dueño no era un hombre sensible al arte, más bien era un acumulador compulsivo de las anécdotas y de las cosas. Habla pagado grandes fortunas por adquisiciones caprichosas. Su colección abarcaba desde los futiles objetos cotidianos, hasta las grandes obras de artistas famosos de todos los sistemas de la galaxia Albar. Su satisfacción era más grande cuando adquiría objetos vulgares, pero difíciles de obtener. Lo único, lo irrepetible encerraba para Xamirú un tesoro y despertaba en él la pasión del deseo. Nunca compraba nada, sin antes escuchar la historia del objeto durante la subasta pública que él mismo organizaba para recreo de sus invitados y amigos. Había ocasiones en que pagaba fortunas, más por lo ingenioso de la historia, que por el valor intrínseco del objeto. Esta era la única ocasión en que sus invitados podíamos ver y oír tales prodigios. Luego de la adquisición, el objeto y su historia escrita eran colocados en su museo privado en los infinitos salones de las Siete Torres. A nadie le estaba permitido visitar la colección, donde cien Silmus alados custodian siempre alertas los tesoros de su dueño. Nunca supe por qué, el coleccionista nos permitía ser testigos de las extrañas transacciones que realizaba. En el gran salón de los Abraxas, Xamirú recibía a los comerciantes que llegaban desde los confines de las constelaciones más efímeras, trayendo consigo los materiales y las formas más sorprendentes y curiosas que yo haya visto jamás. La fama de su riqueza y lo espléndido que era en el pago de sus compras, atrajo a los anticuarios de todo el universo. Vendedores de objetos robados, ladrones de tumbas y mercaderes de lo imposible, llegaban al asteroide de Miuria con la sutil esperanza de colocar su mercancía en los codiciados anaqueles. Nadie se había atrevido a ofrecer a Xamirú una falsificación o una pieza que no fuese única, su genio colérico, además del prudente juicio de su vidrioso primo Humbar, eran más que suficientes para alejar a los timadores. Al finalizar los banquetes, se iniciaba la subasta, los invitados disfrutábamos del ingenio de los tratantes para despertar el interés y la codicia del dueño de aquel singular museo. Yo por un tiempo fui coleccionando en la memoria algunas de aquellas interesantes historias, aunque a Xamirú no le gustaba que guardásemos ni en el recuerdo, lo que consideraba lo más preciado de sus objetos: su historia.


Aquella noche llegué tarde al gran salón de los Abraxas y el banquete había comenzado. Fui a saludar al anfitrión, que extendió por encima de la mesa de honor, dichoso uno de sus tentáculos anillado con gemas traslúcidas. Igualmente, saludé de mano a su primo, que era también su consejero, al que todos llamaban: el Humbar de Xamirú. Este era una especie de ser cristalizado, delgado y esbelto; una articulada mantis de cuarzo. Luego de repetir los acostumbrados formalismos, me dirigí a mi lugar, mientras iba saludando con la cabeza a los comensales de las mesas vecinas. Me senté entre un alto visir calamar, viscoso y lleno de tentáculos; y una dama bastante habladora con pinta de murciélago, medio pariente de las ardillas aladas con colmillos de jabalí, que viven en las arboledas anaranjadas de Capiria. Todo es extraño en la casa de Xamirú, el amo de los Silmus alados.
Había en el menú Tofus de Aglanis escarchados en salsa Mapiar, mi platillo preferido. La comida de Miuria es demasiado colórida, uno se pierde en una maraña de especies alcanforadas y aceitosas. Por eso yo había decidido, luego de varios recorridos culinarios por los cientos de recetas que tienen, pedir solo una orden de Tofus. Lo malo de la gastronomía miuresa, no era mi paladar terrícola y desacostumbrado, sino sus pésimos vinos; por llamar de alguna manera a estos líquidos perfumados hasta embrutecer, espesos y polvosos, que acompañan las comidas. Los vinos eran de mi peor estima. Me acordaba de mi única botella de champagne, como una joya preciosa que esperaba, en la caja de la herramienta de mi nave, que llegara su día. 
¿Qué dirían los sibaritas señores toriados de mi vino espumoso? Arrancaría más alabanzas, estoy seguro, que los relatos del sifú Guarnerio el Trashumante. Mi delicioso champagne francés, le vendría mejor a los Tofus, que este jarabe para la tos, que además se sube a la cabeza como un demonio.
El visir calamar ya estaba borracho, sus tentáculos se mecían sobre el mantel como ramas sin orden, ni concierto, con peligro de cristales y platos. La dama de mi izquierda, que ya descubrí no es murciélago sino vampiro sorbe con devoción unos Fofiños sangrantes de las islas de Mohgu-Tan. Los murmullos crecieron con el consumo alcohólico, y al final de la cena, de las voces llegaron a los gritos. La dama vampiro no cesaba de hablar de la calidad de los Fofiños y de sus experiencias liberales; mientras hundía su pardo hocico en el plato enrojecido por los jugos vitales. Murmuraba, entre gorgojeos y espumarajos sanguinolentos, los actos libidinosos de una orgía en la que participó con setenta ratas vampiro, en los oscuros lagos subterráneos de las cañerías de Mohgu-Tan, e insinuaba entre eructos pomposos, contar peores relatos. En los postres empecé a desesperarme y anhelaba la llegada de la subasta. Por fin Xamirú dio la orden y se hizo el respetuosa silencio.
Estábamos acostumbrados a ver desfilar a seres de las más variadas y disímbolas condiciones y orígenes. Pero la presencia en el salón, de aquel que llevarla en las sienes la mitra toriada, nos impresionó a todos. Terencio de Aldebarán, el legendario mago de los soles rojos procedente de las Pléyades, hizo la presentación del joven heredero Gargol y del objeto que venia a vender. Parecía que el Príncipe Gargol de Nimente acababa de llegar de una lejana expedición más allá de los límites conocidos y traía ante Xamirú a un extraño ser, distinto de todos los conocidos bajo el sol Torio. El joven Gargol habló; con sus fauces de batracio masculló la historia del sorprendente animal que habla cazado. El asunto llamó poderosamente la atención de todos los que estábamos bajo la cúpula dorada el salón de los Abraxas. Un bulto cubierto de tela verde fue traído junto al príncipe crotálico para confirmar su odisea. Gargol dijo que penetró a un mundo a través de un hongo, que lo condujo a otra dimensión, donde vivían extraños seres, que sólo podían ser vistos cuando dormían. El acechó el sueño de una de estas criaturas y la capturó para traerla a nuestra dimensión. Me pareció injusto que Gargol trajese a Miuria a otros seres contra su voluntad. El siguió el relato, exagerando los peligros que sufrió en su aventura por el mundo del hongo. Más deleznables todavía me parecieron las exageraciones del aristócrata para encarecer su mercancía, ya que todo lo que dijo sin duda era falso.
Por fin brillaron los tres enormes ojos del anfitrión, la historia del cazador habla despertado su atención. Entonces su primo, Humbar de Xamirú aprovechó para hacerle uno de sus acostumbrados secreteos al oído, acompasado de un movimiento mecánica de sus prismas superiores. Xamirú dijo que ya era tiempo de conocer al extraño ser. Gargol le respondió, que por ser única, tenía un alto precio, que seguramente tan generoso anfitrión podría pagar. El espectáculo no era gratis. Xamirú asintió. En medio de aquella algarabía de seres reptiles, abatraciados, ratas hocicudas y pulpos libidinosos; algo indefinible flotaba en el ambiente y me traía el dulce recuerdo de la Tierra. Gargol se volteó y descubrió a la cosa. Una exclamación como ola recorrió las mesas del banquete. El monstruo quedó desnuda ante nosotros. Con su vista recorrió las caras, con un gesto de terror pintado en los labios. Cuando llegó a clavar sus ojos en mi, sentí que estaba totalmente quieto y frío. Mil años no bastarían para borrar aquel momento de mi mente. De mis ojos brotaron las lágrimas, como dos ríos de un cauce eterno. Era ella. ¿ Quién sabe cómo ? Pero estaba allí, desnuda y asustada en medio del salón. No volteó el rostro para ver el resto de los presentes. Con la voz más clara que escuche en mi vida gritó. Su grito latió en mis oídos, chocó en los cristales rojos, en los vinos pontopóricos y con mil ecos resonó por todo el salón...
¡Como late ahora mi corazón mientras corro hacia la nave! Mis pasos resuenan en la oquedad del hangar. 
Arriba en el salón quedó el ensordecedor murmullo de los invitados. Todos comentarían este banquete, y el por qué yo me había levantado interrumpiendo la subasta; gritando que aquello era una estafa pues ella, la mujer, no era el único ser de la especie humana, ya que yo era de su misma raza. El salón atronó con mi intervención. Humbar de Xamirú levantó su monumental cristalería del sillón y reclamó silencio. Con timbres aflautados recriminó a Gargol y agradeció mi intervención para aclarar el engaño. Pero los ojos de Gargol no hablaban de agradecimiento. Le había estropeado la subasta, lo que era algo más que desastroso. Xamirú cayó preso de un ataque de indigestión y devolvía trozos enteros de Tofus capeados. Me impuse a la vorágine con palabras impropias de un buscador de hoyos negros y dije que habría subasta, porque yo proponía al Príncipe cambiar a la mujer por mi botella de champagne. Gargol sonrió irónico pero levemente extrañado, mientras yo le hablaba de la posibilidad de poseer una deliciosa bebida única en esta parte del universo. Le hablé de las uvas, de las largas sesiones de fermentación en la obscuridad de las cavas, de la tradición antiquísima de este vino y de su rareza. Les conté de la lejana Francia y de los efectos alegres que producía beber este néctar espumoso, poblado por burbujas doradas, como el resplandor de los atardeceres en Nimente. Hablé de su sabor delicado y fresco, tan rara y apreciada como una joya única. Por fin Gargol aceptó, y salí corriendo por el champagne.
Ahora pienso que nunca voy a llegar con la botella al salón de los Abraxas, donde está ella esperando... este hangar es demasiado largo... y esa niebla verde que me hace ver fantasmas, aparece otra vez... 
Alzo los ojos y ... la veo sonreir, está frente a mi.
Su rostro aparece en la fría pantalla del observatorio astronómico de la FAO en Fobos. 
Es un mensaje navideño desde la Tierra para mi.
-Feliz Navidad Babú.
Perplejo miro el reloj, es el 25 de diciembre del año 2,100.


Omar Fernández Ramos

TEPOZTLAN 27-07-86 

7 ago 2014

Hay una fuerza en mí
que te pertenece
y no reconoces
es lo que acecha
es lo que no se sabe
es lo nuevo
lo ignoto
Hoy te he mirado
hacía tanto tiempo
y seguías de espalda

Vivo del recuerdo de tus caricias
Tu piel sedosa y yo trémulo
Si yo pudiera desandar lo andado,
volvería a andarlo

7 jul 2014

Ya no soy pobre, ahora soy nada.

Hoy Hacienda me dijo que me va a embargar y lo hace porque no he pagado una multa vía la DGT que me impuso un policía local, por haberle reclamado una multa de estacionamiento injusta. Multó  a un vehículo estacionado en una calle privada, es la misma situación ilegal  de multar a la alcaldesa  por estacionarse en el estacionamiento del Día. Mintió diciendo que el vehículo circulaba por la vía pública, tenía una avería de la central de inyección, dos cilindros no recibían carga eléctrica y no podía circular desde hacía días. Para qué voy a aburriros con los detalles, algunos están en la hemeroteca. A los pocos meses me vuelven a hacer lo mismos en la misma calle con otro coche que acabo de comprar y se llevan con la grúa, mientras hablaba con el concejal del ramo que iba a interesarse mucho por el asunto. Mientras ellos estacionan sus vehículos en la misma calle, por donde pasan a diario treinta coches infringiendo la señal R100, que dice prohibido circular. Cuando la autoridad nos acosa injustamente, los ciudadanos tenemos que ir al contencioso administrativo, que significa que debes de ir al Ayuntamiento a meter tu petición de justicia por registro. El propio ayuntamiento va a ser juez y parte. Y qué hace el ayuntamiento, pués lo que os imagináis todos, miente, o no contesta. Cuando pregunto por la titularidad de la calle me contestan tarde y mal que es de ellos, o sea pública y de uso público. Pero no habían ni mirado en el expediente de patrimonio donde están los soportes legales de todas propiedades públicas del ayuntamiento. Tardan cuatro meses en volver a decirme que esta calle se regula por su ordenanza. Miro la ordenanza y taxativamente la incumplen. El abogado de oficio dice que no se puede, que el juez no va abrir sumario penal. El contenciosos es ese calvario donde los pobres que no estamos aforados tenemos que ir para que el ayuntamiento nos mienta en documentos oficiales, nos siga persiguiendo con sanciones en una descarada campaña contra el que se atreva a disentir. Yo disentí. No es un delito, ni una pena grave, pero ellos quieren sangre, la mía. Ya estoy en la pobreza con sesenta años sin tener años cotizados en España, porque fui un emigrante sin papeles en México, no tengo derecho a subvención, salario social o colchoneta. Ya soy muy pobre lo que quieren ahora es que me pase a la  pobreza  extremaunción.  Ya es público y notorio, que soy un enemigo a eliminar. No soy una víctima de una injusticia, eso no se investiga, yo soy una amenaza y entonces deciden liquidarme. Como no hay otro camino que el exterminio me embargan con hacienda que es su brazo ejecutor. Así sin juicios sin posibilidades de que nadie investigue nada. Como el ayuntamiento sabe que vivo de su limosna asistencial de 150 euros al mes, lo saben y como no tienen vergüenza también saben que tengo hijos a mi cargo, lo saben si y saben que no tengo trabajo porque ellos hicieron mal el plan de empleo y a los seis meses echaron a la calle a más de treinta familias y prefirieron devolver el dinero a la consejería que dárnoslo. Este ayuntamiento sabe muchas cosas, por no supo controlar a su policía local en un acto de absoluta ilegalidad y atropello a la razón y al derecho. Por todo eso ahora me van a embargar esa limosna y después me embargaran el aire que respiro, la salud de la que gozo y moriré. Qué otra cosa nos queda frente a ellos morirnos como moscas. Ya no es la riqueza lo que quieren, son nuestras vidas. Nos desprecian de tal forma y manera que rompen todos los días el contrato social con mil artimañas y triquiñuelas. No nos quieren. Nos han excluido, nos han arruinado, nos han ninguneado, estafado, engañado y defraudado. Pero ahora ven que nos alzamos contra su barbarie. Juntos somos más que esos 10.000, y sus otros 10.000 en la sombra. Nosotros somos millones, la raza humana de repente puede comunicarse entre sí gracias a una red extraordinaria. Ya no somos esas individualidades egoístas ahora somos un tojunto. Una comunidad que se organiza y comparte información, que se indigna y participa. Pero la tarea es ingente. Porque lo tienen todo controlado, justicia, seguridad, finanzas, relaciones exteriores. Hasta salud peligra. Lo tienen casi todo. En cuanto nos ven sólos, nos atropellan, nos lanzan pelotas de goma, nos dejan tuertos. Nos multan por que les da la gana, porque son la ley. Han cancelado el futuro de nuestros hijos, el mio está listo para sentencia. Me van a embargar por ser pobre y por no tener un abogado que los ponga en su sitio, pero ni con abogados vamos a poder, sólo juntos, a estos señores de la muerte sólo una fuerza enorme y poderosa los puede parar, las estructuras de su poder son descomunales. Es que somos pulgarcitos. Se ríen en nuestra cara y nos manipulan con la ley a nuestro favor. Hacienda me va embargar y eso es para celebrarlo, ya no voy a ser tan pobre ahora tendré saldo negativo. Cuánto lo siento por la alcaldesa, por la policía local y por los jueces, me habéis dado un motivo para no coger una pistola, porque la vida no es la culpable de lo que nos pasa a los pobres, los culpables sois vosotros. Seguiremos viéndonos las caras, yo reivindicando mis derechos, exigiendo justicia y apoyando a los que como yo os sufren y que cada día somos más. Y vosotros seguiréis temiéndonos y odiando nuestra voluntad de participar.